CRONOTURISMO

 


Lima angustiada 
Lima violenta 
Lima injusta 
Lima mórbida 
Lima sin nada 
Lima, sórdida. 
Astalculo. Leusemia.

Ilustración. Jorge Miño. 

Desperdicié mucho dinero en ese viaje. Me arrepiento. Me animé porque jamás había hecho turismo: nunca había salido de mi pueblo, digamos. Dudé, pero un amigo me convenció. No sabía que pasaría dos de las semanas más tristes de mi vida.

El lugar que visité era hermoso a su modo. La gente era cercana, como primos o vecinos. Un “lugar” que siempre quise conocer. Me asombraban los edificios raros más que bellos: arquitectura colonial apilada contra otra ultramoderna, y ambas borroneadas por el abandono. Pero nada calmaba la melancolía que poco a poco se me convertía en desesperación.

Ella vino a casa. Yo le había prometido algo a cambio de pasar juntos esa última noche y dejarme en el puerto. Imaginé que esa felicidad de tenerla cerca daría paso a otra forma de placer (que compararía luego con algún romance en el viaje). Pero fue una madrugada de angustia y de erotismo frustrado. Defraudado, consideré innecesario cumplir lo pactado.

Se lo expliqué en el taxi al cronopuerto. Pero creo que ella contaba con la promesa a cambio de su compañía, así esta hubiese sido dolorosa. Me sentí frívolo y era acaso presa de un juego interesado que usaba mi deseo y luego me hacía avergonzar de él. Ya frustrados ambos, bajé del taxi. Intenté darle un abrazo al bajar como despedida, pues deduje que ya no me acompañaría. El taxi se la llevó sin que yo recibiera el abrazo. Caminé por la solitaria madrugada hasta las oficinas. Empezaban 15 días de tedio y de celos mórbidos. Llegué a la agencia, todo estaba pagado. Me acerqué a la oficinista y le entregué el equipaje. Solo podía llevar ropa neutral para evitar la contaminación.

Retuvieron gran parte de lo que llevaba: no era consciente cuán moderno era casi todo lo que había empacado.

—Es la primera vez que viajo— le dije a la encargada—. Oriénteme por favor, ¿Qué debo hacer?

—No se preocupe, será sencillo. Le ayudaré.

Efectivamente, los trámites eran simples, pero temía que, si cometía un error o descuidaba un detalle, no podría viajar. Ojalá hubiera sido así. Revisó mi papeleo. El aburrimiento de esos trámites prefiguraría la interminable burocracia de las siguientes dos semanas. Todo esfuerzo por entretenerme desembocaba en pensar en ella con tristeza y en un dolor sordo e interminable.

—Haremos una escala en unos diez años atrás, pero no salga, casi de inmediato viraremos hacia el destino final. Acá tiene sus papeles ¿tiene donde alojarse?

—Sí, contraté un hospedaje.

—Felicidades hay una lista de lugares hermosos que visitar.

Lo dijo con culposo cinismo: era un destino barato dada la fealdad de esa época.

Las instalaciones de cronopuerto eran como la de una fábrica muy limpia. Físicos demasiado jóvenes e introvertidos se codeaban con elegantes administradores. La unificación de la física (la tan esperada teoría del todo) había llevado a la física a su meta final y ya no había más que saber. Lamentablemente no había cambiado la vida humana. Sin embargo, la industria rápidamente consiguió explotar y convertir esa proeza teórica en unas pocas y vulgares aplicaciones comerciales. Hice cola con otros elegantes viajeros. La tristeza de ese abrazo imposible me fue descomponiendo y me desencajó el rostro. Todos a mí alrededor parecían tan felices. He pasado mi vida mirando desde afuera la felicidad de los demás.

Entramos a las instalaciones. El lugar era apretadísimo. La nave debía ser lo más pequeña posible para ser rentable. De pronto sentimos como si nos estrelláramos. Un quiebre tosco, pero no de materia, sino de tiempo, nos asustó. Paradójicamente viajar en el tiempo no tomó mucho…tiempo. Instantáneamente estábamos ya en otra época. Aún no salíamos del trasporte, pero sabíamos que todo lo que amábamos o conocíamos ya no existía, el mundo que visitaríamos era otro y el mismo, nuestros contemporáneos aún no nacían y era posible incluso que no nacieran. Pero viajar al pasado no es estropear el presente. Lo había leído ya varias veces en un folleto barato de la empresa que lo explicaba sucintamente: …los viajes al pasado son parte del pasado, no se alteran el futuro. Si acaso no se realizaran esos viajes, si se podría alterar…bla, bla, bla…

El silencio y nerviosismo persistían en la cápsula. Esta vez, todos estábamos incómodos. El aire estaba muy caliente. Era normal: la entropía inundaba el artilugio que jugaba con la dirección del tiempo. Empezaban unas dos horas de rutina para salir del crono-puerto.

Las instalaciones, a pesar de estar ya en otra época, eran familiarmente modernas. Sin embargo, por las ventanas se vislumbra esa Lima pasada y atemorizante. Miré a los transeúntes. Me resultó increíble pensar que toda esta gente ya estuviera muerta o muy vieja. Un pequeño y destartalado automóvil, de ese modelo que llamaban “escarabajo”, me llevó a mi departamento. El taxista me habló ignorando que yo era un visitante del futuro. Reconocí las peculiaridades del idioma, los limeños de clase baja aún no copiábamos el dejo de la clase alta y su conversación dejaba notar una cosmovisión algo pueblerina. Pasamos por calles que yo conocía, pero estaban diferentes. El centro cívico era gris y parecía una ciudad extraterrestre abandonada, hermosa, sofisticado y triste, como una sinfonía tocada por un mendigo. En mi época sería un chirriante centro comercial como un inmenso Norkis, escenario para una sociedad más rica pero más ignorante, acaso más feliz también. Ningún edificio de la avenida Wilson estaba pintado: estaban grises de hollín limeño y sus paredes estaban plagadas de rasgados anuncios descoloridos. La anticuada moda, hacia ver a la gente aún más humilde y los peruanos, que ya somos bastante feos, lo éramos aún más de ese modo. Ensayé mi improvisada erudición hablándole al chofer como si yo fuera un hombre de esa época. Parece que funcionó. Solo al final del viaje, en una calle de la Av. Washington, revelé al chofer que era un turista. No se asombró. Llegaban muchos esos días. Incluso dijo que una hermana suya estaba casada con uno de nosotros. Eso parecía ilegal, además era una paradójica forma de necrofilia.



Mis caseros me recibieron con esas ropas tan feas de 1980. Él era grueso y velludo, educado en los 50´s para ser varón. Ella, precozmente avejentada, pero segura en la monotonía de su matrimonio. La pareja había sobrevivido a los peligros de la juventud y envejecerían juntos. Aún existían los “pobres pero decentes” y ciertos detalles caballerescos en el señor y la señora me encantaron. La mujer callaba y parecía, a pesar del barrio difícil, haber crecido en una burbuja de inocencia. En mi época ya no había gente inocente, ni caballeros en ninguna clase social. Nos comunicamos bien y mi dinero moderno sirvió. Por anacronismo consideraron necesario conversar conmigo unos 15 minutos. Yo deseaba que se fueran de inmediato para salir a lo que me urgía.

Había pagado en moneda contemporánea. Luego supe que el cambio no me convenía. Había un mercado negro donde podía cambiar a moneda actual más ventajosamente.

Pero lo más urgente que deseaba era hablar por teléfono y esperar que me ella me “perdonara”. Salí. Las calles daban miedo. Los vicios que alegremente dominan el moderno centro de Lima de noche ahora, en 1980, no eran alegres, sino vividos con culpa y con su respectivo castigo, generalmente auto-infligido. Esas dos cosas, culpa y castigo, ya habían desaparecido en mi tiempo, pero no el mal que las causaba. Cambié apresurado mi dinero y entonces me pareció que el cambista era un hombre alago moderno, desconfié. Ocoña además era una calle peligrosa.

Había estudiado como llamar al futuro. Tenía que ir al crono-puerto, único lugar autorizado y marcar ciertos códigos complicados.

Le pregunté al cambista cómo ir.

—No hace falta, hay unas cabinas por la plaza San Martín —dijo.

Fui, a pie, los jardines del parque estaban secos. El piso estaba sucio de tierra, pero en general los que lo recorrían eran gente decente.

Por un módico pago llamé a mi época desde esas cabinas crono-telefónicas. No había que buscar mucho, había varias. Pero no lograba comunicarme, no funcionaban las llamadas, creí haberme equivocado en el complejo procedimiento y pedí ayuda. Al final y después de tantas explicaciones descubrí que las cabinas estaban bien. Ella no quería contestar o acaso no podía.

Busqué comida. No iría ni a restaurantes ni lugares famosos. Yo había emprendido un turismo de la realidad (error de principiante) así que busqué comida callejera y empecé a salir del periplo normal. No debería hacer mi circuito propio, puesto que había firmado un acuerdo de solo visitar ciertos lugares pautados, pero no quería obedecer. El turismo es 90% simulacro y yo quería lo real, aunque no fuera bonito. En realidad, ya nada me parecía bonito, ya quería volver. La comida era buena, pero comí sin gusto. Lima era triste, y yo lo era aún más. Metódicamente había anotado actividades para cada día para no aburrirme. Empecé con el plan, pero el tiempo era duro o demasiado blando para disfrutarlo. La impaciencia de esas actividades me aburrió. Todo era deslucido. El llame unas diez veces más ese día, mejor dicho, esa noche, pero ella nunca contestó, sonaba 2 o 3 veces y luego la contestadora, otras me mandaban directo a la casilla de voz, su celular estaba apagado o me había bloqueado, nunca entendía la lógica de esos aparatos y prefería no saberlo para permitirme un mínimo de esperanza. El clima en Lima se hacía cada vez más feo. Descubrí que el turismo es frustrante. Las ciudades y los hombres se parecen en todas partes. Lo fundamental está ahí: hombres y mujeres enamorándose, gente en pareja, familias, trabajos, afanes, algunos con un plan y la mayoría con una rutina. Todo lo que los libros de historia remarcaban como singular de los 80´s era en realidad secundario: terrorismo, crisis, movida subte, muerte de la industria… Todo parecía lejano, abstracto. Me esforcé por buscar lo diferente. Existía, sí, pero no parecía satisfacerme. Busqué con lupa diferencias, pero hallé pocas. Visité cosas hermosas, pero me negué a tomar fotos, las fotos podrían parecer lindas pero el momento que vivía en ellas no lo era.

Por eso la industria del turismo existía, pues la vida de verdad era igual y aburrida en todos lados. Caminé saboreando el tedio, traté de hablar con personas: se supone que son lo más interesante. De pronto un joven me abordó:

— Si has traído cosas podemos comprártelas.

—No traje nada— le dije.

—Siempre hay algo.

Busqué, en el bolsillo tenía un artefacto barato.

—Te lo compraré.

Supuse era valioso ahí. Estaba prohibido intercambiar cosas con los “lugareños”. Pero la oferta si bien no era muy ventajosa era algo, reducía el desperdicio de dinero que era este tonto viaje.

Quedé viendo un poco asombrado al joven vendedor. Este me dijo:

—Veo que miras todo palteado. ¿Parezco un fantasma o qué cosa?

—Si —dije brutalmente—. Me asombra verte tan vivo como la gente de mi tiempo, aunque todos ustedes ya están muertos.

—Pero estoy vivo hermano. Siento. 

Ahí empezaron mis dudas. Pensé que en el crono-turismo solo se visitaba el pasado, o sea tiempo muerto, no otro presente: este mundo ya no existía verdaderamente. Solo el presente de donde yo venía era real, esta gente que veía por las calles eran en realidad apariencias o alguna forma estéril del tiempo. Eran autómatas pues no eran libres, su futuro estaba ya determinado, sus decisiones, su destino era fijo. En cambio, en mi presente nada estaba determinado, éramos libres, podíamos decidir. Nuestro futuro no estaba determinado, por eso había viajes al pasado, pero no al futuro. Pues el pasado es inmóvil, ya lo hicimos, el futuro está por hacer y podría tener cualquier forma. Si bien estas personas eran físicamente reales, no sentían nada por dentro, estarían vacíos de conciencia. Yo solo miraba su conducta vacía como el diorama móvil de un museo…Pero no estaba seguro y nada de eso le comenté al comprador. Sin embargo, creo él ya lo había intuido.

—Para mí, ustedes no han nacido. No existen. Pero sí su dinero.

¿Acaso tenía razón? Entonces ahora no había nadie de mi mundo excepto yo, y el presente era 1980. Pero pensé que si así fuera, yo no sentiría esa tristeza de pensar en ella. La imaginaba paseando con otro, o acaso en alguna escena sórdida. ¿Por qué no contestaba? Todos queremos a alguien y era obvio que ella también debía querer a alguien…ese alguien no era yo, entonces podía inferir que…

No había tiempo de pensar en el tiempo. Fui a otra crono-cabina de teléfonos. Ya era muy tarde solo quedaba una abierta, y por ello a un precio abusivo. La administraba un hombre andino, rudo y frio, en esta época la ciudad aún no era suya, era aún un extraño y Lima lo aborrecía. Como a mí.

Marqué el número una y otra vez. Frenético. Desesperado.

La portera, una morena ya madura, me dijo con ese afecto regalado a cualquiera de antiguos criollos:

— ¿Todo bien sobrino?

No le contesté, a la usanza de mi tiempo.

Y, milagrosamente, el teléfono al otro lado de 50 años se descolgó.

— ¿Cómo estás? —dije.

—Bien —me respondió su voz seca.

—Ya llegué.

—Pues espero que nunca regreses— explotó ella, con un odio que yo no esperaba.

—No digas eso— rogué golpeado — ¿Dónde estás?

—En San Isidro.

— ¿Qué haces?

—Estoy en un carro.

— ¿Estás en un bus?

—No. En un automóvil— dijo alzando la voz y exagerando su irritación. 

Ella no conducía ni vivía por ahí. Ambos éramos de barrios pobres. Acaso era un colectivo.

— ¿Estás en un colectivo? — pregunté

—No— Dijo.

No quise saber más. No me atreví preguntar que hacía. No soportaría la verdad. Pero la sospecha razonable de lo que pasaba en el futuro me enfermó.

— ¿Te puedo volver a llamar?

—Si tú quieres…me da igual —dijo, y colgó sin piedad.

La soñolienta morena parecía entenderlo todo con solo verme la cara y me miró con pena. El dueño, con fría violencia. Ambos sabían que ella estaba con otro. Yo traté de convencerme de que no era así.

Caminé por la calle. Un viento muy frio soplaba entre los edificios renegridos de hollín como manchados de noche.

Qué angustia viví en aquel lugar, no relataré eso, sería obsceno. Solo anotaré que fue como la desesperación de un hombre que se agarra de una baranda para no caer a un abismo y de pronto ve que se suelta.

—No…—decía en voz alta mientras caminaba a solas— ¡No!

De nada serviría volver a llamar. Acaso escucharía algo peor. Sabía qué pensaría en ella toda la noche. Traté de entretenerme en cosas abstractas para no cavilar interminablemente: El pasado en donde estoy solo es un recuerdo. Pero ¿y si fuera un presente tan válido como el que dejé? Siempre había pensado el universo como un camino del pasado al futuro por el que viajaba solitario el presente. Y ese presente era solo uno, el que yo había dejado. Pero ahora había, por lo menos, dos. Y habían otros. Todos los presentes a donde llevaba el crono-turismo existen. Pero ¿por qué yo solo vivo un presente y no simultáneamente el otro? Acaso viajamos en el tiempo, pero no estamos hechos de tiempo, sino de materia. Y ¿No es el tiempo algo que le pasa a las cosas y no una cosa en sí? Quizás la conciencia le daba realidad al tiempo que habitaba y no al revés. Es decir, toda la historia universal, cada época, es real. No solo un recuerdo o una expectativa. Al viajar al pasado yo le daba realidad a ese pasado y mataba la época de donde venía. Pero en esa época también había gente consciente que daba realidad a su época…por eso cuando uno muere no desaparece el tiempo del mundo…

O sea, ahora ella no existe.

No. Ella existía en todas las épocas.

No valía de nada esforzarse, siempre terminaba pensando en ella y en sus palabras. Llegó la madrugada y yo ya estaba frente a mi alojamiento. Mis caseros soñaban sin adivinar el infierno que vivía su huésped. Al menos ahora podría dormir unas horas y estaría un día más cerca del regreso. Decidí no volver a salir. Pero pasados algunos días me resultó imposible. Tenía que salir.

Había toque de queda, sin embargo, había paseantes solitarios en las calles. Jóvenes violentos dominaban las plazas. El campo de Marte estaba abandonado con yerba muy crecida y era usado por parejas para actos impúdicos. El sexo no era tan lúdico como en mi época, acá implicaba alguna maldad.

Vi grupos bebiendo, unos marginales otros adinerados. Aunque se dedicaran a lo mismo, no se mezclaban, las diferencias de esa época eran realmente duras, el apartheid limeño, ¿Yo cómo sería juzgado? Al menos en mi tiempo no era tan importante mi color de piel. Pasé por el cine Colón. Olía fuertemente a orines. Un cuarentón afeminado entraba avergonzado al cine adulto, adentro rufianes y señores de familia se codeaban, creyéndose a salvo de “ese mundo” a pesar de lo que hacían. En esta época los homosexuales vivían su homosexualidad como una enfermedad incurable. Un gay era un hombre quebrado. z

Me angustiaba como un drogadicto. El amor es adicción, por eso lo determinan los mismos neurotransmisores que la adicción a las drogas. Vi cantinas cerradas, pero dentro se oían risotadas atemorizantes. Debía cansarme para dormir y que pase un día más. Pero el tiempo…no pasaba como esa noche anegada.

Un hombre vendía cigarros. Le pedí uno. Cuando él iba a prenderme el cigarro —costumbre ya perdida— pasó algo asombroso:

Sonó un celular en su bolsillo y él contestó.

Mientras hablaba su rostro me pareció familiar. Sus modales…

—Eres del presente, es decir del mío— le dije interrumpiéndolo.

—Sí paisa, —dijo. Habló con dejo sobreactuado de mi época. Era un turista que se había quedado aquí, más bien un migrante. Había gente tan desesperada en el futuro que decidía viajar a vivir al pasado ilegalmente. 

—Creí estaba prohibido ¿dónde conseguiste el celular?

—Puedes conseguir de todo —me dijo—. El gobierno se hace de la vista gorda.

Supuse también que las empresas de telefonía habían instalado algunas plantas en esta época o sería imposible que los equipos funcionen.

Salí entonces del centro histórico. Lejos de la Lima antigua encontré computadoras algo viejas, pero con internet. Las tiendas Tía vendían chucherías de la época, pero también impagables equipos digitales. Y en la calle ventas piratas de discos de artistas que aún no nacían, en las aceras de cines que estrenaban como genialidades películas que nadie recordaría, en el suelo, entre enciclopedias desfasadas y libros eróticos, vi títulos de autores que aún no sabían escribir: Réquiem por Lima, Thecnetos, Un peruano en el espacio, Crónica del templo negro, Trama para incautos, ¡era imposible!

¿Acaso nunca había salido del presente? Acaso esta ciudad era un montaje. Han ensamblado un centro de Lima ochentero, un pequeño medioevo, un incanato, pero todo el tiempo había estado en mi presente. Nunca había salido de mi época, la única época. Para verificar mi hipótesis decidí tomar un bus de la línea Enatru y viajar lejos, a donde fuera. Ningún montaje de Lima podría ser tan grande como Lima misma, ahí pasé unas horas sentado en el bus que andaba echando humo espeso y corroborando que nadie podía montar toda la ciudad, el rio, los cerros ahora sin casas, el mar. La ciudad no parecía tener fin. Esta no era una ciudad simulada. Era realmente el pasado.

Tomé un taxi de regreso a mi hospedaje. Era un automóvil viejo, pesado y ancho: una lancha, pero había por lo menos dos artilugios modernos en él. No podía entender.

Acaso estaba perdido en un híbrido de 1980 y 2030, una época ambigua de la que no podría regresar. ¿Por eso nos prohibían salir del circuito turístico? Acaso mi tristeza me había extraviado en este tiempo indefinido, ¿Dónde estaba?

Al entrar a mi alojamiento hallé a mi casero en bivirí. Su cuello y sus grandes manos estaban rojos. Olía a licor y tenía esos feos deseos de hablar con extraños de los borrachos. Miró mi cara de consternación. Creo lo había visto en muchos viajeros.

—No te equivoques, no es el futuro, es solo cosas del futuro en el pasado— dijo con voz rasposa.

Me agobié. Temí me obligara a beber con él. Parecía un borracho pesado y acaso violento.

— ¿Puedo llamar de su teléfono?

Asintió con la cabeza.

—No necesitas dar código, marca directo— dijo algo mandón.

Asombrado, la llamé al futuro. Ella contestó de inmediato con voz inocente y algo triste, la voz de una mujer solitaria.

— ¿Aló?…

Pero yo no le contesté. Solo escuché. La rodeaba un limpio silencio. Estaba sola. Ella supo que yo estaba ahí pensando en ella. Que era suyo. Y por unos segundos ella fue mía, la había raptado de su mundo para estar a solas conmigo a través de esa llamada. No necesitaba más. Agradecí que no me colgara. Yo lo hice suavemente.

El forzudo casero me miró como a un compadre, había esperado impaciente y empezaría a hablarme de cosas y personas que yo no conocía ni me importaban, así que lo esquive.

— ¿Cómo se puede comunicar con el futuro así simplemente?

—No hay tal futuro. Todo es presente. Es decir, todos estamos juntos —hablaba contra sus compromisos de funcionario turístico por el alcohol.

—Pero ¿no hay una distancia de un presente a otro?

—Sí. Mira hermano, es verdad, pero todos son reales. Además, descubrirás que no solo son reales, son iguales —y me lo explicó todo calmadamente hasta que de pronto se quedó dormido y vino su mujer por él. 

Años de cronoturismo habían contaminado las épocas, los ciudadanos del pasado no se resignaban a vivir anticuadamente y el contrabando había trasformado el pasado, hasta desdibujarlo. Lima en 1980 era una ciudad inyectada de presente. Solo la parte turística se mantenía casi igual, Lima era una ciudad mestiza entre lo antiguo y lo moderno, pero esa mezcla era también barata como toda imitación, es decir alienada. El crono-turismo contaminaba culturalmente el pasado que pronto se volvía indistinguible del presente. No solo estas dos épocas, todas las épocas se iban homogenizando en un meta-presente igual y común. El viaje en el tiempo destruía la línea de tiempo, que había sido antes una frontera, ahora todo se volvía una red sólida que conectaba las diferentes épocas que se volvían simultáneas e iguales: tiempo corrompido.

Entré a mi cuarto y esperé los últimos días. No me atreví a salir a esa ciudad terrible que no era ni 1980 ni 2030. Era cualquier fecha. No volví a ver al casero. Cuando se cumplieron las 2 semanas la empresa que organizaba esos alojamientos se comunicó directamente conmigo para devolver el depósito de garantía. Felizmente era el último día. En el Volkswagen que me condujo al crono-puerto, miré esa extraña ciudad, tan real, es decir, contra toda lógica real. El camino estaba muy bien montado para lucir como el pasado, pero yo ya sabía que era un embuste turístico. Sí era el pasado, pero….

El taxista llegó y se despidió:

—Buen viaje. Espero haya disfrutado.

Me dolieron esas palabras, sé que no lo dijo con ironía. Pero con ellas me alcanzó y venció todo lo sufrido esas dos semanas. Lleno de ira y tartamudeando por los deseos de llorar le respondí violento:

—Sí, regreso a una época real. Ahí somos libres pues no tenemos futuro, solo pasado. Por eso no existen los viajes al futuro…

— ¿Y a dónde es que viajas causita? Al futuro, que no hay viajes al futuro…ja —dijo mecánicamente para depreciarme. Luego me dejó en el crono-puerto. No me importaba su grosería, quería deshacerme de esa época nefasta.

En el crono puerto aún debía aguardar unas horas de madrugada, en las solitarias salas de espera armé con unas sillas una incómoda cama. A pesar de la cruel luz blanca, pude dormir. No me costó ni un par de segundos dormirme profundamente. Entré a un sueño hueco, sin imágenes y sin que siquiera dentro de él pasara el tiempo, que es movimiento de las cosas o de las apariencias. Ahí estaba aún lejos de los míos que a cincuenta años en el futuro aún no existían.

Lima me parecería muy bella al volver. Al final de mi viaje de regreso yo iría a verla. Su rostro mostraría algo de aburrimiento, aunque una leve sonrisa traicionaría su fachada indiferente. Unas horas de charla harían aparecer en su cara un gesto de compresión, de gusto de estar a mi lado. Milagrosamente había logrado que me necesitara. Ella demoraría todavía mucho tiempo en descubrirlo. Quizás ese momento que pasaría con ella mirándola era el futuro de una época o el pasado perdido de otra, o una fugaz fracción de la eternidad, sólida y sin cambios. Solo sabría que al mirarla a los ojos estaba felizmente atrapado en un presente eterno con ella. Y nada podría arrebatarme de ese lugar.  

 Pero mientras dormía en la improvisa cama de sillas del crono-puerto, eso aún no pasaba.

Luís Arbaiza. Lima. Perú. 2017.



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