CRONOTURISMO
Lima
angustiada
Lima violenta
Lima injusta
Lima mórbida
Lima sin nada
Lima, sórdida.
Astalculo. Leusemia.
Desperdicié mucho dinero en
ese viaje. Me arrepiento. Me animé porque jamás había hecho turismo: nunca
había salido de mi pueblo, digamos. Dudé, pero un amigo me convenció. No sabía
que pasaría dos de las semanas más tristes de mi vida.
El lugar que visité era
hermoso a su modo. La gente era cercana, como primos o vecinos. Un “lugar” que
siempre quise conocer. Me asombraban los edificios raros más que bellos:
arquitectura colonial apilada contra otra ultramoderna, y ambas borroneadas por
el abandono. Pero nada calmaba la melancolía que poco a poco se me convertía en
desesperación.
Ella vino a casa. Yo le había
prometido algo a cambio de pasar juntos esa última noche y dejarme en el
puerto. Imaginé que esa felicidad de tenerla cerca daría paso a otra forma de
placer (que compararía luego con algún romance en el viaje). Pero fue una
madrugada de angustia y de erotismo frustrado. Defraudado, consideré
innecesario cumplir lo pactado.
Se lo expliqué en el taxi al
cronopuerto. Pero creo que ella contaba con la promesa a cambio de su compañía,
así esta hubiese sido dolorosa. Me sentí frívolo y era acaso presa de un juego
interesado que usaba mi deseo y luego me hacía avergonzar de él. Ya frustrados
ambos, bajé del taxi. Intenté darle un abrazo al bajar como despedida, pues
deduje que ya no me acompañaría. El taxi se la llevó sin que yo recibiera el
abrazo. Caminé por la solitaria madrugada hasta las oficinas. Empezaban 15 días
de tedio y de celos mórbidos. Llegué a la agencia, todo estaba pagado. Me
acerqué a la oficinista y le entregué el equipaje. Solo podía llevar ropa
neutral para evitar la contaminación.
Retuvieron gran parte de lo
que llevaba: no era consciente cuán moderno era casi todo lo que había
empacado.
—Es la primera vez que viajo—
le dije a la encargada—. Oriénteme por favor, ¿Qué debo hacer?
—No se preocupe, será
sencillo. Le ayudaré.
Efectivamente, los trámites
eran simples, pero temía que, si cometía un error o descuidaba un detalle, no
podría viajar. Ojalá hubiera sido así. Revisó mi papeleo. El aburrimiento de
esos trámites prefiguraría la interminable burocracia de las siguientes dos
semanas. Todo esfuerzo por entretenerme desembocaba en pensar en ella con
tristeza y en un dolor sordo e interminable.
—Haremos una escala en unos
diez años atrás, pero no salga, casi de inmediato viraremos hacia el destino
final. Acá tiene sus papeles ¿tiene donde alojarse?
—Sí, contraté un hospedaje.
—Felicidades hay una lista de
lugares hermosos que visitar.
Lo dijo con culposo cinismo:
era un destino barato dada la fealdad de esa época.
Las instalaciones de cronopuerto
eran como la de una fábrica muy limpia. Físicos demasiado jóvenes e
introvertidos se codeaban con elegantes administradores. La unificación de la
física (la tan esperada teoría del todo) había llevado a la física a su meta
final y ya no había más que saber. Lamentablemente no había cambiado la vida
humana. Sin embargo, la industria rápidamente consiguió explotar y convertir
esa proeza teórica en unas pocas y vulgares aplicaciones comerciales. Hice cola
con otros elegantes viajeros. La tristeza de ese abrazo imposible me fue
descomponiendo y me desencajó el rostro. Todos a mí alrededor parecían tan
felices. He pasado mi vida mirando desde afuera la felicidad de los demás.
Entramos a las instalaciones.
El lugar era apretadísimo. La nave debía ser lo más pequeña posible para ser
rentable. De pronto sentimos como si nos estrelláramos. Un quiebre tosco, pero
no de materia, sino de tiempo, nos asustó. Paradójicamente viajar en el tiempo
no tomó mucho…tiempo. Instantáneamente estábamos ya en otra época. Aún no
salíamos del trasporte, pero sabíamos que todo lo que amábamos o conocíamos ya
no existía, el mundo que visitaríamos era otro y el mismo, nuestros
contemporáneos aún no nacían y era posible incluso que no nacieran. Pero viajar
al pasado no es estropear el presente. Lo había leído ya varias veces en un
folleto barato de la empresa que lo explicaba sucintamente: …los viajes al
pasado son parte del pasado, no se alteran el futuro. Si acaso no se realizaran
esos viajes, si se podría alterar…bla, bla, bla…
El silencio y nerviosismo
persistían en la cápsula. Esta vez, todos estábamos incómodos. El aire estaba
muy caliente. Era normal: la entropía inundaba el artilugio que jugaba con la
dirección del tiempo. Empezaban unas dos horas de rutina para salir del
crono-puerto.
Las instalaciones, a pesar de
estar ya en otra época, eran familiarmente modernas. Sin embargo, por las
ventanas se vislumbra esa Lima pasada y atemorizante. Miré a los transeúntes.
Me resultó increíble pensar que toda esta gente ya estuviera muerta o muy vieja.
Un pequeño y destartalado automóvil, de ese modelo que llamaban “escarabajo”,
me llevó a mi departamento. El taxista me habló ignorando que yo era un
visitante del futuro. Reconocí las peculiaridades del idioma, los limeños de
clase baja aún no copiábamos el dejo de la clase alta y su conversación dejaba
notar una cosmovisión algo pueblerina. Pasamos por calles que yo conocía, pero
estaban diferentes. El centro cívico era gris y parecía una ciudad extraterrestre
abandonada, hermosa, sofisticado y triste, como una sinfonía tocada por un
mendigo. En mi época sería un chirriante centro comercial como un inmenso
Norkis, escenario para una sociedad más rica pero más ignorante, acaso más
feliz también. Ningún edificio de la avenida Wilson estaba pintado:
estaban grises de hollín limeño y sus paredes estaban plagadas de rasgados
anuncios descoloridos. La anticuada moda, hacia ver a la gente aún más humilde
y los peruanos, que ya somos bastante feos, lo éramos aún más de ese modo.
Ensayé mi improvisada erudición hablándole al chofer como si yo fuera un hombre
de esa época. Parece que funcionó. Solo al final del viaje, en una calle de la
Av. Washington, revelé al chofer que era un turista. No se asombró. Llegaban
muchos esos días. Incluso dijo que una hermana suya estaba casada con uno de
nosotros. Eso parecía ilegal, además era una paradójica forma de necrofilia.
Mis caseros me recibieron con
esas ropas tan feas de 1980. Él era grueso y velludo, educado en los 50´s para
ser varón. Ella, precozmente avejentada, pero segura en la monotonía de su
matrimonio. La pareja había sobrevivido a los peligros de la juventud y envejecerían
juntos. Aún existían los “pobres pero decentes” y ciertos detalles
caballerescos en el señor y la señora me encantaron. La mujer callaba y
parecía, a pesar del barrio difícil, haber crecido en una burbuja de inocencia.
En mi época ya no había gente inocente, ni caballeros en ninguna clase social.
Nos comunicamos bien y mi dinero moderno sirvió. Por anacronismo consideraron
necesario conversar conmigo unos 15 minutos. Yo deseaba que se fueran de
inmediato para salir a lo que me urgía.
Había pagado en moneda
contemporánea. Luego supe que el cambio no me convenía. Había un mercado negro
donde podía cambiar a moneda actual más ventajosamente.
Pero lo más urgente que
deseaba era hablar por teléfono y esperar que me ella me “perdonara”. Salí. Las
calles daban miedo. Los vicios que alegremente dominan el moderno centro de
Lima de noche ahora, en 1980, no eran alegres, sino vividos con culpa y con su
respectivo castigo, generalmente auto-infligido. Esas dos cosas, culpa y
castigo, ya habían desaparecido en mi tiempo, pero no el mal que las causaba.
Cambié apresurado mi dinero y entonces me pareció que el cambista era un hombre
alago moderno, desconfié. Ocoña además era una calle peligrosa.
Había estudiado como llamar al
futuro. Tenía que ir al crono-puerto, único lugar autorizado y marcar ciertos
códigos complicados.
Le pregunté al cambista cómo
ir.
—No hace falta, hay unas
cabinas por la plaza San Martín —dijo.
Fui, a pie, los jardines del
parque estaban secos. El piso estaba sucio de tierra, pero en general los que
lo recorrían eran gente decente.
Por un módico pago llamé a mi
época desde esas cabinas crono-telefónicas. No había que buscar mucho, había
varias. Pero no lograba comunicarme, no funcionaban las llamadas, creí haberme
equivocado en el complejo procedimiento y pedí ayuda. Al final y después de
tantas explicaciones descubrí que las cabinas estaban bien. Ella no quería
contestar o acaso no podía.
Busqué comida. No iría ni a
restaurantes ni lugares famosos. Yo había emprendido un turismo de la realidad
(error de principiante) así que busqué comida callejera y empecé a salir del
periplo normal. No debería hacer mi circuito propio, puesto que había firmado
un acuerdo de solo visitar ciertos lugares pautados, pero no quería obedecer.
El turismo es 90% simulacro y yo quería lo real, aunque no fuera bonito. En realidad,
ya nada me parecía bonito, ya quería volver. La comida era buena, pero comí sin
gusto. Lima era triste, y yo lo era aún más. Metódicamente había anotado
actividades para cada día para no aburrirme. Empecé con el plan, pero el tiempo
era duro o demasiado blando para disfrutarlo. La impaciencia de esas
actividades me aburrió. Todo era deslucido. El llame unas diez veces más ese
día, mejor dicho, esa noche, pero ella nunca contestó, sonaba 2 o 3 veces y
luego la contestadora, otras me mandaban directo a la casilla de voz, su
celular estaba apagado o me había bloqueado, nunca entendía la lógica de esos
aparatos y prefería no saberlo para permitirme un mínimo de esperanza. El clima
en Lima se hacía cada vez más feo. Descubrí que el turismo es frustrante. Las
ciudades y los hombres se parecen en todas partes. Lo fundamental está ahí:
hombres y mujeres enamorándose, gente en pareja, familias, trabajos, afanes,
algunos con un plan y la mayoría con una rutina. Todo lo que los libros de
historia remarcaban como singular de los 80´s era en realidad secundario:
terrorismo, crisis, movida subte, muerte de la industria… Todo parecía lejano, abstracto.
Me esforcé por buscar lo diferente. Existía, sí, pero no parecía satisfacerme.
Busqué con lupa diferencias, pero hallé pocas. Visité cosas hermosas, pero me
negué a tomar fotos, las fotos podrían parecer lindas pero el momento que vivía
en ellas no lo era.
Por eso la industria del
turismo existía, pues la vida de verdad era igual y aburrida en todos lados.
Caminé saboreando el tedio, traté de hablar con personas: se supone que son lo
más interesante. De pronto un joven me abordó:
— Si has traído cosas podemos
comprártelas.
—No traje nada— le dije.
—Siempre hay algo.
Busqué, en el bolsillo tenía
un artefacto barato.
—Te lo compraré.
Supuse era valioso ahí. Estaba
prohibido intercambiar cosas con los “lugareños”. Pero la oferta si bien no era
muy ventajosa era algo, reducía el desperdicio de dinero que era este tonto
viaje.
Quedé viendo un poco asombrado
al joven vendedor. Este me dijo:
—Veo que miras todo palteado.
¿Parezco un fantasma o qué cosa?
—Si —dije brutalmente—. Me
asombra verte tan vivo como la gente de mi tiempo, aunque todos ustedes ya
están muertos.
—Pero estoy vivo hermano.
Siento.
Ahí empezaron mis dudas. Pensé
que en el crono-turismo solo se visitaba el pasado, o sea tiempo muerto, no
otro presente: este mundo ya no existía verdaderamente. Solo el presente de
donde yo venía era real, esta gente que veía por las calles eran en
realidad apariencias o alguna forma estéril del tiempo. Eran autómatas pues no eran
libres, su futuro estaba ya determinado, sus decisiones, su destino era fijo.
En cambio, en mi presente nada estaba determinado, éramos libres, podíamos
decidir. Nuestro futuro no estaba determinado, por eso había viajes al pasado,
pero no al futuro. Pues el pasado es inmóvil, ya lo hicimos, el futuro está por
hacer y podría tener cualquier forma. Si bien estas personas eran físicamente
reales, no sentían nada por dentro, estarían vacíos de conciencia. Yo solo
miraba su conducta vacía como el diorama móvil de un museo…Pero no estaba
seguro y nada de eso le comenté al comprador. Sin embargo, creo él ya lo había
intuido.
—Para mí, ustedes no han
nacido. No existen. Pero sí su dinero.
¿Acaso tenía razón? Entonces
ahora no había nadie de mi mundo excepto yo, y el presente era 1980. Pero pensé
que si así fuera, yo no sentiría esa tristeza de pensar en ella. La imaginaba
paseando con otro, o acaso en alguna escena sórdida. ¿Por qué no contestaba?
Todos queremos a alguien y era obvio que ella también debía querer a
alguien…ese alguien no era yo, entonces podía inferir que…
No había tiempo de pensar en
el tiempo. Fui a otra crono-cabina de teléfonos. Ya era muy tarde solo quedaba
una abierta, y por ello a un precio abusivo. La administraba un hombre andino,
rudo y frio, en esta época la ciudad aún no era suya, era aún un extraño y Lima
lo aborrecía. Como a mí.
Marqué el número una y otra
vez. Frenético. Desesperado.
La portera, una morena ya madura,
me dijo con ese afecto regalado a cualquiera de antiguos criollos:
— ¿Todo bien sobrino?
No le contesté, a la usanza de
mi tiempo.
Y, milagrosamente, el teléfono
al otro lado de 50 años se descolgó.
— ¿Cómo estás? —dije.
—Bien —me respondió su voz
seca.
—Ya llegué.
—Pues espero que nunca
regreses— explotó ella, con un odio que yo no esperaba.
—No digas eso— rogué golpeado —
¿Dónde estás?
—En San Isidro.
— ¿Qué haces?
—Estoy en un carro.
— ¿Estás en un bus?
—No. En un automóvil— dijo
alzando la voz y exagerando su irritación.
Ella no conducía ni vivía por
ahí. Ambos éramos de barrios pobres. Acaso era un colectivo.
— ¿Estás en un colectivo? —
pregunté
—No— Dijo.
No quise saber más. No me
atreví preguntar que hacía. No soportaría la verdad. Pero la sospecha razonable
de lo que pasaba en el futuro me enfermó.
— ¿Te puedo volver a llamar?
—Si tú quieres…me da igual
—dijo, y colgó sin piedad.
La soñolienta morena parecía
entenderlo todo con solo verme la cara y me miró con pena. El dueño, con fría
violencia. Ambos sabían que ella estaba con otro. Yo traté de convencerme de
que no era así.
Caminé por la calle. Un viento
muy frio soplaba entre los edificios renegridos de hollín como manchados de
noche.
Qué angustia viví en aquel
lugar, no relataré eso, sería obsceno. Solo anotaré que fue como la
desesperación de un hombre que se agarra de una baranda para no caer a un
abismo y de pronto ve que se suelta.
—No…—decía en voz alta
mientras caminaba a solas— ¡No!
De nada serviría volver a
llamar. Acaso escucharía algo peor. Sabía qué pensaría en ella toda la noche.
Traté de entretenerme en cosas abstractas para no cavilar interminablemente: El
pasado en donde estoy solo es un recuerdo. Pero ¿y si fuera un presente tan
válido como el que dejé? Siempre había pensado el universo como un camino del
pasado al futuro por el que viajaba solitario el presente. Y ese presente era
solo uno, el que yo había dejado. Pero ahora había, por lo menos, dos. Y habían
otros. Todos los presentes a donde llevaba el crono-turismo existen. Pero ¿por
qué yo solo vivo un presente y no simultáneamente el otro? Acaso viajamos en el
tiempo, pero no estamos hechos de tiempo, sino de materia. Y ¿No es el tiempo
algo que le pasa a las cosas y no una cosa en sí? Quizás la conciencia le daba
realidad al tiempo que habitaba y no al revés. Es decir, toda la historia
universal, cada época, es real. No solo un recuerdo o una expectativa. Al
viajar al pasado yo le daba realidad a ese pasado y mataba la época de donde
venía. Pero en esa época también había gente consciente que daba realidad a su
época…por eso cuando uno muere no desaparece el tiempo del mundo…
O sea, ahora ella no existe.
No. Ella existía en todas las
épocas.
No valía de nada esforzarse,
siempre terminaba pensando en ella y en sus palabras. Llegó la madrugada y yo
ya estaba frente a mi alojamiento. Mis caseros soñaban sin adivinar el infierno
que vivía su huésped. Al menos ahora podría dormir unas horas y estaría un día más
cerca del regreso. Decidí no volver a salir. Pero pasados algunos días me
resultó imposible. Tenía que salir.
Había toque de queda, sin embargo,
había paseantes solitarios en las calles. Jóvenes violentos dominaban las
plazas. El campo de Marte estaba abandonado con yerba muy crecida y era usado
por parejas para actos impúdicos. El sexo no era tan lúdico como en mi época,
acá implicaba alguna maldad.
Vi grupos bebiendo, unos
marginales otros adinerados. Aunque se dedicaran a lo mismo, no se mezclaban,
las diferencias de esa época eran realmente duras, el apartheid limeño, ¿Yo
cómo sería juzgado? Al menos en mi tiempo no era tan importante mi color de
piel. Pasé por el cine Colón. Olía fuertemente a orines. Un cuarentón afeminado
entraba avergonzado al cine adulto, adentro rufianes y señores de familia se codeaban,
creyéndose a salvo de “ese mundo” a pesar de lo que hacían. En esta época los
homosexuales vivían su homosexualidad como una enfermedad incurable. Un gay era
un hombre quebrado. z
Me angustiaba como un
drogadicto. El amor es adicción, por eso lo determinan los mismos
neurotransmisores que la adicción a las drogas. Vi cantinas cerradas, pero
dentro se oían risotadas atemorizantes. Debía cansarme para dormir y que pase un
día más. Pero el tiempo…no pasaba como esa noche anegada.
Un hombre vendía cigarros. Le
pedí uno. Cuando él iba a prenderme el cigarro —costumbre ya perdida— pasó algo
asombroso:
Sonó un celular en su bolsillo
y él contestó.
Mientras hablaba su rostro me
pareció familiar. Sus modales…
—Eres del presente, es decir
del mío— le dije interrumpiéndolo.
—Sí paisa, —dijo. Habló con
dejo sobreactuado de mi época. Era un turista que se había quedado aquí, más
bien un migrante. Había gente tan desesperada en el futuro que decidía viajar a
vivir al pasado ilegalmente.
—Creí estaba prohibido ¿dónde
conseguiste el celular?
—Puedes conseguir de todo —me
dijo—. El gobierno se hace de la vista gorda.
Supuse también que las empresas
de telefonía habían instalado algunas plantas en esta época o sería imposible
que los equipos funcionen.
Salí entonces del centro
histórico. Lejos de la Lima antigua encontré computadoras algo viejas, pero con
internet. Las tiendas Tía vendían chucherías de la época, pero también
impagables equipos digitales. Y en la calle ventas piratas de discos de
artistas que aún no nacían, en las aceras de cines que estrenaban como
genialidades películas que nadie recordaría, en el suelo, entre enciclopedias
desfasadas y libros eróticos, vi títulos de autores que aún no sabían escribir:
Réquiem por Lima, Thecnetos, Un peruano en el espacio, Crónica del templo negro,
Trama para incautos, ¡era imposible!
¿Acaso nunca había salido del
presente? Acaso esta ciudad era un montaje. Han ensamblado un centro de Lima
ochentero, un pequeño medioevo, un incanato, pero todo el tiempo había estado
en mi presente. Nunca había salido de mi época, la única época. Para verificar
mi hipótesis decidí tomar un bus de la línea Enatru y viajar lejos, a donde
fuera. Ningún montaje de Lima podría ser tan grande como Lima misma, ahí pasé
unas horas sentado en el bus que andaba echando humo espeso y corroborando que
nadie podía montar toda la ciudad, el rio, los cerros ahora sin casas, el mar.
La ciudad no parecía tener fin. Esta no era una ciudad simulada. Era realmente
el pasado.
Tomé un taxi de regreso a mi
hospedaje. Era un automóvil viejo, pesado y ancho: una lancha, pero había por
lo menos dos artilugios modernos en él. No podía entender.
Acaso estaba perdido en un
híbrido de 1980 y 2030, una época ambigua de la que no podría regresar. ¿Por
eso nos prohibían salir del circuito turístico? Acaso mi tristeza me había
extraviado en este tiempo indefinido, ¿Dónde estaba?
Al entrar a mi alojamiento
hallé a mi casero en bivirí. Su cuello y sus grandes manos estaban rojos. Olía
a licor y tenía esos feos deseos de hablar con extraños de los borrachos. Miró
mi cara de consternación. Creo lo había visto en muchos viajeros.
—No te equivoques, no es el
futuro, es solo cosas del futuro en el pasado— dijo con voz rasposa.
Me agobié. Temí me obligara a
beber con él. Parecía un borracho pesado y acaso violento.
— ¿Puedo llamar de su
teléfono?
Asintió con la cabeza.
—No necesitas dar código,
marca directo— dijo algo mandón.
Asombrado, la llamé al futuro.
Ella contestó de inmediato con voz inocente y algo triste, la voz de una mujer
solitaria.
— ¿Aló?…
Pero yo no le contesté. Solo
escuché. La rodeaba un limpio silencio. Estaba sola. Ella supo que yo estaba
ahí pensando en ella. Que era suyo. Y por unos segundos ella fue mía, la había
raptado de su mundo para estar a solas conmigo a través de esa llamada. No
necesitaba más. Agradecí que no me colgara. Yo lo hice suavemente.
El forzudo casero me miró como
a un compadre, había esperado impaciente y empezaría a hablarme de cosas y
personas que yo no conocía ni me importaban, así que lo esquive.
— ¿Cómo se puede comunicar con
el futuro así simplemente?
—No hay tal futuro. Todo es
presente. Es decir, todos estamos juntos —hablaba contra sus compromisos de
funcionario turístico por el alcohol.
—Pero ¿no hay una distancia de
un presente a otro?
—Sí. Mira hermano, es verdad,
pero todos son reales. Además, descubrirás que no solo son reales, son iguales
—y me lo explicó todo calmadamente hasta que de pronto se quedó dormido y vino
su mujer por él.
Años de cronoturismo habían
contaminado las épocas, los ciudadanos del pasado no se resignaban a vivir
anticuadamente y el contrabando había trasformado el pasado, hasta
desdibujarlo. Lima en 1980 era una ciudad inyectada de presente. Solo la parte
turística se mantenía casi igual, Lima era una ciudad mestiza entre lo
antiguo y lo moderno, pero esa mezcla era también barata como toda imitación,
es decir alienada. El crono-turismo contaminaba culturalmente el pasado que
pronto se volvía indistinguible del presente. No solo estas dos épocas, todas
las épocas se iban homogenizando en un meta-presente igual y común. El viaje en
el tiempo destruía la línea de tiempo, que había sido antes una frontera, ahora
todo se volvía una red sólida que conectaba las diferentes épocas que se
volvían simultáneas e iguales: tiempo corrompido.
Entré a mi cuarto y esperé los
últimos días. No me atreví a salir a esa ciudad terrible que no era ni 1980 ni
2030. Era cualquier fecha. No volví a ver al casero. Cuando se cumplieron las 2
semanas la empresa que organizaba esos alojamientos se comunicó directamente conmigo
para devolver el depósito de garantía. Felizmente era el último día. En el
Volkswagen que me condujo al crono-puerto, miré esa extraña ciudad, tan real,
es decir, contra toda lógica real. El camino estaba muy bien montado para lucir
como el pasado, pero yo ya sabía que era un embuste turístico. Sí era el pasado,
pero….
El taxista llegó y se
despidió:
—Buen viaje. Espero haya
disfrutado.
Me dolieron esas palabras, sé
que no lo dijo con ironía. Pero con ellas me alcanzó y venció todo lo sufrido
esas dos semanas. Lleno de ira y tartamudeando por los deseos de llorar le
respondí violento:
—Sí, regreso a una época
real. Ahí somos libres pues no tenemos futuro, solo pasado. Por eso no existen
los viajes al futuro…
— ¿Y a dónde es que viajas
causita? Al futuro, que no hay viajes al futuro…ja —dijo mecánicamente para
depreciarme. Luego me dejó en el crono-puerto. No me importaba su grosería,
quería deshacerme de esa época nefasta.
En el crono puerto aún debía
aguardar unas horas de madrugada, en las solitarias salas de espera armé con
unas sillas una incómoda cama. A pesar de la cruel luz blanca, pude dormir. No
me costó ni un par de segundos dormirme profundamente. Entré a un sueño hueco,
sin imágenes y sin que siquiera dentro de él pasara el tiempo, que es
movimiento de las cosas o de las apariencias. Ahí estaba aún lejos de los míos
que a cincuenta años en el futuro aún no existían.
Lima me parecería muy bella al
volver. Al final de mi viaje de regreso yo iría a verla. Su rostro mostraría
algo de aburrimiento, aunque una leve sonrisa traicionaría su fachada
indiferente. Unas horas de charla harían aparecer en su cara un gesto de
compresión, de gusto de estar a mi lado. Milagrosamente había logrado que me
necesitara. Ella demoraría todavía mucho tiempo en descubrirlo. Quizás ese
momento que pasaría con ella mirándola era el futuro de una época o el pasado
perdido de otra, o una fugaz fracción de la eternidad, sólida y sin cambios.
Solo sabría que al mirarla a los ojos estaba felizmente atrapado en un presente
eterno con ella. Y nada podría arrebatarme de ese lugar.
Luís Arbaiza. Lima. Perú.
2017.
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