PAREIDOLIA
3-2-2024
Por Luis Arbaiza
San Gregorio
yayallanchic, Purgatorio ucumanta, Almacuna, ¿puñuiracc-chu chayasunqui?[1]
San Gregorio, canto
fúnebre ayacuchano.
Abrí los ojos a un bus impecablemente vacío. Ni el chofer
estaba. Y bajé a esa ambigua noche. La pequeña estación de desembarco solo
parecía una casa algo rara, también vacía, debí quedarme dormido y nadie tuvo
la amabilidad de decirme que llegamos, al menos dejaron las luces de la
estación prendida. ¿Era recién noche o ya madrugada?
Este pueblo es más grande y rico en historia que aquel en el
que yo trabajaba, pero nada se mostraba bello a causa de esas luces implacables
y de esas sombras taimadas. Algo impuro se escondía y me enfermaba. Dormí en la
estación no sé si minutos u horas, la luz me despertó. Pero nadie vino a
trabajar, seguía vacío, quizá era día de entierro y todos estaban en algún
remoto cementerio. Mejor, habría sido más difícil soportarlos, sin duda, la culpa
de este pueblo es su gente.
Efectivamente, al salir, había poca, pero los veía siempre
como de lejos. ¿Por qué vine? ¿Hacía trasbordo para ir a mi trabajo o regresaba
a Lima? Caminé y recorrí el mal aire de este lugar. Cerca de una iglesia
española viejísima que se desmoronaba con infinita paciencia, un hombre alto y
de espaldas modestamente miraba la fachada. Alzaba la cabeza aun con su cuerpo
encorvado de humildad. Me asusté al reconocerlo. Luego giró la cabeza solo un
instante antes de que yo lo evadiera. Mi mente le dibujó el rostro de mi padre.
La pareidolia jugaba con mi cansancio. Mi padre ya había muerto hace tantos
años. A mis treintas ya todos mis seres queridos han muerto y todos el mismo
año. Pero me dieron ganas de llorar, imaginármelo perdido, amnésico de sí
mismo, pero sin saber que yo lo buscaba.
Seguí caminando, los buses salen recién de noche y faltaba
bastante. ¿Debía ir a Lima o al pueblo donde trabajaba? ¿Qué hora era? No vi ni
relojes, ni calendarios que me orientaran, ni nadie en la estación a quien
preguntar, y no pude decidir. Debe ser un paro, cosa común aquí, o un tipo extraño
de rapto. Busqué en los diarios de un puestito destartalado, ahí debía haber
una fecha, pero me distrajo ver algo de cierto accidente de bus, nada de una
huelga. Sin sobrevivientes decía, pero intenté olvidarlo.
Me senté en la plaza, estaba tan confuso por el sol serrano
en mi cabeza que no sabría decir si había mucha gente o nadie. Pero sí noté, a
la distancia, a un hombre grandote vestido de militar, vi que cuidaba un museo
o un banco, llevaba horas con fiebre, pero la belleza que formaba esa espalda y
esa pose viril, la veía con nitidez. Sentí deseo mezclado con la fiebre y el agotamiento, y suspiré sin aire. Luego
se sacó el gorro de policía y vi esa cara dura de mirada infantil, esos labios
levemente protruidos delatando la frustración de toda una vida, como los de
Marcos, pareció notar mi impúdico examen visual y me miró de frente, desde
lejos, pero con la misma cara de Marcos.
Me levanté asustado para huir de ahí, choca ver de nuevo a los muertos y
ser un total extraño para ellos. Ese recuerdo tomaba forma real, pero no me
conocía. Yo le era nadie.
Al escapar, vi a una mujer que caminaba arrastrando los
pies, como arrepentida, hay vidas sin ningún lugar a donde ir. Sin padre,
madre, esposo o pareja, solo la fantasía de una vida ajena en lugar de la
propia. Mamá decía que ella habría sido
así, si no me hubiera tenido a mí ni a papá; algo de esa soledad posible seguía
en ella a pesar de nosotros. Y un día murió, en el mismo año que todos los
demás. En esa extraviada, en su falda humilde, su chompa vieja, en su cabello canoso,
la pareidolia me hizo ver a mama. Fue la última vez que miré a alguien a la
cara.
Toda la gente de este pueblo parecía estar extraviada de su
destino, buscándose sin recordar quién había sido. Debía escapar, así que
caminé en línea recta. No importaba si tuviera que huir por cerros áridos o por
las anóxicas tierras de las alturas, hacia Lima o a donde sea, cualquier lugar.
A mi paso, de reojo, veía gente que creía reconocer. Ellos nunca me reconocían,
seguían sus destinos donde yo no cumplía ningún rol. Pero no miré a nadie para
no comprobarlo.
Anduve a pasos implacables, pero no se terminaban nunca las
casas de tierra, las veredas empedradas, los jardincitos abandonados de la
sierra. Luego de un rato creí haber llegado al final del pueblo. Justo antes de
salir escuché, creo en el viento: “¡Lucho! ¡Luchito!”
Creo era un ave o el balido de un animal. Una vez leí que la
Luna está llena de las cosas que pudieron ser y no fueron. Había llegado a un
lugar exactamente contrario, dado vuelta. Quizás, cuando nadie te extraña, no
puedes irte del todo, alguien tiene que despedirte. ¿Por eso no me podía ir yo tampoco?
Quizás era mi culpa, por mis convicciones filosóficas nunca fui a los funerales
de mis seres queridos, pues sabía que ellos ya no estaban en ningún lugar. Ni
llevé flores, ni visité tumbas.
La gente ve formas en las nubes, en las manchas del cemento
o la madera, caras, siluetas. ¿Son rostros que desean volver?, ¿vidas muertas
que desean meterse de nuevo en el mundo real o en la mente del que mira?, ¿para
qué? Al instante de pensarlo estaba de nuevo en la plaza. A la distancia
Marcos, ahora de espaldas. Y sabía que ya no se volvería nunca a mirarme.
Ya llevo caminando mucho y no anochece. El pueblo no puede
ser tan grande, ni el día tan largo. Parece del tamaño de mi memoria. No sabía
que había tanto dentro de ella, también lo olvidado ocupa espacio, por eso
quizás nunca llego al final del pueblo y mi bus nunca llega a su paradero.
Cuando pregunto a algún campesino con sus burros por la
salida del pueblo, siempre me dicen: “¡Acasito no más!”
A veces: “¡Acasito no más Luchito!”
Mejor será esperar.
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