PEQUEÑO TRATADO DE MATERIALISMO DIALÉCTICO ZOMBI, o la historia del zorrito.
Regreso lánguido a
Chiclayo, antes enseñaba allá una disciplina ya inútil: marketing, han pasado
tantos años, todo es tan distinto. Hasta la vieja casa de mis padres en Munevar
la perdí. El bus viajaba por la noche, atravesando minúsculo la oscuridad, a mi
lado estaba un viejo muy curioso, ropa anticuadamente elegante, gestos
artificiales de intelectual de otra época, un bigotito casi nazi. El pintoresco
señor leía un librito gastado con mucha solemnidad.
Había
olvidado mi smartphone y empezaba a desesperar de aburrimiento, necesitaba algo
para que mi mente no esté hueca. Miré de reojo el librito del señor buscando desesperadamente
entretenimiento:
Las 3 leyes del materialismo dialéctico son:
1.- Todo contiene su contario.
2.-Todo cambio cuantitativo lleva a un cambio
cualitativo.
3.-La negación de la negación no es afirmación,
es otra cosa.
Fingía
dormir con mi cabeza ladeada hacia el libro, leía pero no entendía nada, pero
hacía ruido en el insoportable silencio de mi mente:
Lucha lo viejo contra lo nuevo. Lo vivo contra
lo muerto, lo que muere contra lo que nace... pero son uno.
Levanté
la mirada del libro al señor, este era un viejo comunista, una especie extinta,
una extravagancia inofensiva, ya nadie creía en esos cuentos, ahora creíamos
otros, y luego de la hecatombe zombi, en nada.
Cansado
de no entender ni divertirme con ese librito, giré a la ventana a la noche sin
Luna, al desierto incesante. Se veía, cada tantos kilómetros, figuras en la
negrura, pasos quebradizos, ropas rasgadas, famélicos, sin mente. Caminaban por
años por las arenas de las costas del Perú, pero no morían, …muertos pero inmortales… Uhm.
A veces
el bus se sacudía, alguno había sido atropellado. A años de la invasión de la
capital no me sorprendía, así éramos los limeños, soportamos cualquier cosa.
También eso me aburrió, giré de nuevo a espiar el libro. Pero ahora el señor me
sonreía.
—Tenga
amigo —dijo amistoso—, puede leer hasta que lleguemos.
Sonreí
aceptando y me presenté. Me contó que regresaba a su tierra, Chiclayo, luego de
no sé qué tareas en Lima. Además, volvía para conocer a su primer biznieto, al
que apodaba, el rojito. Leí aliviado de poder llenar mi mente hueca:
...No hay que temer las contradicciones, son el
meollo del ser…
No
era divertido leer sin espiar. Quería cerrar ya ese aburrido folletín. Para no
parecerle un milenian caprichoso al señor, decidí conversarle.
—¿Qué
tal Lima?
—Un
horror, sinceramente. El sueño de la burguesía se hizo realidad, gente sometida
a su voluntad, sin alma… casi cosas.
—¿Nosotros?
—No,
los zombis, felizmente mi tierra está libre de ellos, y Ud. ¿Para qué viene?
—Para
buscar a alguien —dije y le conté mi vieja historia del zorrito:
—Fue
antes de la epidemia, trabajaba como coach
en Chiclayo. No tenía mucho que hacer y tenía urgentemente que llenar el vacío…
—Su
generación no se dedica a otra cosa, y nunca logran llenarlo… —susurró. Yo
continué.
—Paseos, museos, piscina en el Paseo de las Musas y gimnasio en el Coliseo
Cerrado, cerca al Mercado Modelo, ahí lo… La conocí.
El señor Benigno
levantó una ceja, pero no entendió, yo debía cambiar de género para que el amable
viejecito me entendiera.
—Ella…
y su primo lo regenteaban, me impactó, lo admito con un poco de vergüenza, su
cuerpo, cada semana la veía más bella, ni me miraba, pero cuando no estaba su
“primo” inmediatamente me hablaba, no había nada que decirnos pero se
esforzaba, ahora creo que yo le gustaba.
El
viejo pícaro sonreía complacido de mi historia. Contar una historia es hacer que
el otro la viva, que sienta lo que uno sintió, ¡Si supiera!
—Su
cuerpo era monumental, pesado, fuerte, naturalmente hermoso como solo los
climas calientes saben criar, sus cejas eran negras y salvajes, como un águila
levantando el vuelo, sus largas pestañas tenían el salvajismo de estos
desiertos calcinados y la ferocidad de esas cumbres pedregosas… Tenía una noche
y un universo en los ojos… Me atreví una vez a decírselo.
—¡Caramba!
¡Veo que se enamoró de esa dama! —dijo el señor Benigno emocionado.
—Sí, aunque platónicamente, pero en mi mente
nuestra relación se hacía más fuerte e íntima cada día.
—Pero
nada pasó… —dijo adivinando mi carácter torpe.
—Pues
no.
—¿La
señorita estaba casada? ¡Hay muchacho! —dijo asombrándose de tanta bobería en
mí, sospeché en el pasado del señor Benigno una fogosa juventud, finalmente era
norteño y de sangre muy caliente. Me miró como a un hijo torpe, pero querido.
—Mi
rutina cambio de pronto, me plantearon quedarme en Chiclayo definitivamente, la
epidemia zombi empezaba a descalabrar la capital, yo no acepté, vivir fuera de
Lima para mí, era como vivir fuera del agua para un pez, no me importaban los
zombis, solo estaba el problema de no verla, me decidí, contra toda esperanza
debía declararme ya, acaso me rechazaría… Pero…
—Le
iba a decir que sí hijo, a su pedimento…
—comentó ya convencido de lo tonto que era.
—Creo
que sí. Era mi último día. Salí a las 2 p.m. Pero ella llegaría al gimnasio
recién hasta las 6, así que decidí andar, caminé tanto que salí de la zona
urbana, campos costeros, sembríos, acequias. Respiraba ese aire sano y soleado.
Avancé cauto por un maizal y ahí paseando vi algo. Se detuvo y me detuve. Era
un hermoso zorrito que me miraba con esos ojos inteligentes y negros. Su cuerpo
era flexible como el de un gato y su piel hermosa. Naranja como en los libros
de cuentos. Me miró un segundo y luego su imagen salto entre el verde y
desapareció. Quedé maravillado. El zorro es un brujo para antiguos mochicas. Es
decir, un emisario de lo infinito al plano mundo de los hombres, jugué con la
fantasía de haber sido mirado por la eternidad. Ya era las 5 y debía volver,
caminé feliz de mi experiencia. De regreso me crucé con varios campesinos, me
saludaban sin conocerme como es costumbre de esa amable gente.
—Buenas
tardes señorito —me dijo una señora.
Le
contesté sonriente:
—¡Señora
vi un zorro entre el maíz! —y con los ojos le comuniqué mi emoción.
—¿Y
el zorro le miro a Ud.?
—Sí —le dije.
—Entonces nunca volverás a Chiclayo… —dijo y se
fue.
Me
asombró lo poco cortés de la profecía. Volví a ser un citadino y no le contesté,
supersticiones sin sentido, no necesitaba volver, ella se iría conmigo y si no,
podría volver muchas veces… hasta convencerla.
Ya
estaba en el centro, debía juntar valor, pero debía ser natural, no esconder mi
miedo. Camine hasta el gimnasio por la Av. Balta, entre por la puerta de latón
con cuidado de no golpearme, me latía el corazón, ¿Cómo declararse? Pensaba ser
directo:
Le
pido permiso para cortejarla… Venga conmigo a Lima… No hay nada acá para Ud… Mi
vida será feliz si la tengo cerca y yo haré todo por hacerla feliz.
—Y no estaba… —dijo Benigno.
—No, me dijeron algo de una gripe, que mañana… etc.
¡Justo hoy! ¿Cómo buscarla? No sabía dónde vivía, solo su nombre.
—¿Y cuál era? —dijo el señor
Benigno. Pasé saliva.
—No importa, salí del gimnasio y empecé a
caminar, quizás en mi camino ella apareciera. Cuanta belleza camina por esta
cuidad señor Benigno, algo en esta tierra formaba esos cuerpos, la belleza nos
arrebata no por frivolidad, sino por una razón científica, —Benigno levantó otra
vez la ceja, asombrado de mi rara vida interior—, la belleza es la
vida misma, la muerte es fea, pues es desorden, descomposición, incompletitud,
como los zombis, la vida en cambio es orden, proporción. Parado en una esquina
de Balta vi esa oleada de belleza que era esa muchedumbre de gente que venía
hasta mí y luego me abandonaba, pero la hermosura en su estado más puro era
ella y no estaba. Pase la plaza lentamente, “la Romana” donde nunca la lleve a
comer. ¡Qué tacaño fui! Subí al bus para Lima resignado.
Mientras
este corría en el atardecer, mi mirada atravesaba las ventanas y los paisajes
pensando en que la próxima semana volvería.
—Y nunca volvió, ¿di? —dijo el viejo.
—¿Cómo lo sabe?, Pasaron ya 5 años, nunca volví,
esa es la historia del zorrito y de su maldición.
—Vea —dijo Benigno—, esa historia es vieja, los limeños dejen plantadas a las pobres
muchachas provincianas, a veces de manaturaloso[1],
otras con justificaciones…
—Nunca la toqué o hice daño a su dignidad.
—Quizás debió… Yo en su lugar… Bueno, si antes no
volvió es porque no quería.
—Si quería.
—Quería y no quería, hijo, dialéctica… Y ahora
quiere llevarla a “vivir” a una ciudad de muertos. Quizás Uds. puedan vivir
ahí, pero eso no es vida, están muertos, sin alma, con hambre permanente, sin
libertad ni identidad… —dijo aburrido del desenlace de mi historia,
quizás espera algo más erótico. Se durmió, nunca por completo como es usual en
los viejos, y no supe si hablaba de limeños o de zombis.
Miré
las lejanas luces del camino, a veces una casita en medio de una nada de
angustia. Vacié mi mente y me dormí, el bus se hundió en el sueño colectivo
adentrándose en la cavernosa noche.
***
El señor Benigno
despertó primero. Ya estaba muy acicalado y perfumado.
—Aún
estamos en el pueblo de Reque. Si hay una maldición sobre Ud. mejor sería que
se baje o nos descarrilemos por su culpa —bromeó. Yo desvelado
sonreí. En la estación nos despedimos, era un señor muy agradable, chantao[2]
como ellos dicen, pero no había necesidad de verse de nuevo. Mi generación no
sabe lo que es la amistad ni el amor duradero. Todo acaba ni bien empieza… Dialéctica supongo.
Desayune
en “La Romana” impaciente de la calma que tienen los Chiclayanos para preparar
un desayuno, media hora y nada, las puertas de fierro estaban bajas, solo una
pequeña abierta, me comentaron de un zombi deambulando, ya pronto pasaría el
peligro, hasta mostraban cierto orgullo de que su ciudad fuera tan moderna como
para tener siquiera un zombi. Detrás de rejas, cámaras, alarmas y carros con
altavoces, la vida continuaba. Comí apurado, ¿Por qué le pondrían cebiche
incluso a las cosas dulces? De repente descubrí al lado de los cubiertos que el
librito de dialéctica estaba aún conmigo, ¡Qué vergüenza!
Dejé
a medias el desayuno y caminé al gimnasio, Chiclayo se desplegaba todo igual,
los mozos en su mismo puesto, el lustrabotas Vladimir en la misma esquina, el
mendigo de la iglesia delante de la misma iglesia, a veces el único zombi local
caminaba por las calles y estas mutaban, la ciudad entera se iba, y al rato
todos regresaban a ensamblar de nuevo una copia exacta de la cuidad que dejé.
Lima en cambio es como el mar, nunca lo encuentras igual a sí mismo. Qué bueno.
Llegue al gimnasio: no había nadie conocido. El nuevo encargado, un fornido
descendiente moche me miró mal. Salí abochornado de las preguntas que le hice,
pero eludí golpearme con la puerta de latón.
Me
acerqué al lustrabotas Vladimir, parado en el mismo sitio que hace 5 años, le pregunté
disimuladamente por… y me dijo que había otro gimnasio, ahí estaba su primo,
también me advirtió que el zombi estaba por avenida B. Leguía, muy cerca.
—Los limeños estamos acostumbrados, en Lima hay
cientos de miles, incluso han tomado las instituciones de gobierno, los
programas de televisión...
Fui
y nada, algo me dijo el “primo” que estaba en el campo de jornalero o en Piura
de chofer en un mototaxi, le dejé un mensaje escrito en un cuaderno del gym, me
sentí burlado. El primo me mentía. Al salir me golpeé con la puerta de latón,
fingí que no me dolía, pero todos me miraban. Yo estaba ofuscado. Busqué todo
el día. Al final deambulaba sin rumbo y sin vida interior con las ropas llenas
de polvo.
***
Ya de noche llegué al
hotel, la chica del mostrador gritó al verme, creyó que entraba el zombi local:
desencajado, sucio y manchado todo de sangre seca (la puerta de latón). Sobre
la cama de mi cuarto vi el libro y lo abrí:
Segunda ley dialéctica, cambio de lo cuantitativo en cualitativo. El
agua se caliente, (cambio cuantitativo) y de pronto se vuelve vapor (cambio
cualitativo), así las revoluciones son precedidas por un lento desarrollo
cuantitativo y luego viene una brusca mutación.
Entre
las páginas habían numerosos papelitos y direcciones, la red del señor Benigno,
también dibujos de armas y refugios, como si se preparara para una guerra,
fantasías de un subversivo llegado a la inútil vejez, pero ya sabía dónde
devolverle su libro, salí.
La
calle Balta estaba muy exaltada, enrumbé a la dirección, no había gente,
puertas cerradas, mala señal, ahí debía estar el único zombi, no era problema.
—¡Caballero entre! —gritó una señora
desde una ventanita. No era necesario, exageración provinciana. Error. Ahí vi
la horda, las invasiones zombis eran así, primero uno que otro y de pronto la
horda invadía, no se sabía de donde salían, no tenía sentido. No podría
esquivarlos, avance por la calle, no sabía si tenía salida… ¡Diablos no la
tenía!
—¡La pastilla! —pensé—. La horda avanzaba
lentamente, tenía un minuto para decidir: podría suicidarme con la pastilla
(todos los limeños la llevábamos en la billetera) o dejarme morder y ser uno de
ellos.
¿Ser
nada o ser un ser resbaloso de viseras podridas? La muerte era mejor, eso
pensábamos todos. No temía a la muerte, anoche en el bus estuve muerto, todos
los días morimos, solo soñamos la parte final de la noche, el resto estamos sin
mente, inconscientes o sea estamos muertos, ir a dormir es ir a morir un rato.
No debía temer. Todos decíamos eso, pero nadie usaba la pastilla, todos se
volvían zombis, si no, estos no existirían. Me apegué al fondo del callejón,
temblé de miedo, acepté resignado como buen limeño, pero no gritaría.
El
más cercano empezó a acariciar lo que luego iba a morder. Grité.
***
De pronto un golpe
seco, algo atravesaba su cabeza, un segundo golpe lo arrojó al piso
desasiéndose, un flujo grasiento y pútrido salió de su cráneo ensuciando mis
caros zapatos, casi vomito de horror, en el techo un hombre me daba señales
frenéticas.
—¡Trepe las ventanas, gordo dañao[3]!
Era
el señor Benigno estaba vestido de otro modo: correajes, aditamentos,
artefactos, le daban un aspecto muy ágil, subí con esfuerzo por mi sobrepeso.
Él era delgado pero fuerte, me jaló toscamente.
—Este día tenía que llegar, es un salto cualitativo, la horda tomará la ciudad.
—¿No previnieron?
—Nada
se puede hacer con lo inevitable, además esta gente es muy pacientosa ¡venga!
El
señor Benigno caminaba muy rápido, yo me avergonzaba de mi torpeza, Benigno
había construido una red de túneles, escaleras y refugios. A eso iba a Lima, a
estudiar como sobrevivíamos, desde las alturas vimos un Chiclayo caótico,
sirenas, altavoces, gruñidos de horror, apagón, disparos…
—¡Entra acá!
En
su refugio me dio de comer, miré: comida almacenada, velas, mapas, puertas
aseguradas, túneles, armas, me sentí de pronto en Lima y agradecí el ambiente
familiar.
—Número uno: deje de buscarla, pocos se salvarán
esta noche, ¿Sabe que es irreversible no?
—Sí,
lo sé, nunca se ha sabido de que se cure una epidemia zombi, ni en libros o
películas hay solución. Es algo inimaginable. ¿Cómo lo predijo?
—Con ese libro —dijo mirando el libro
en mis manos. Me avergoncé.
—Venía a devolvérselo ¿Cómo pudo entenderlos? La
ciencia no ha podido.
—Uso algo opuesto a la ciencia: la dialéctica,
¡habrá leído!
—Sí, pero no entendí mucho le confieso señor
Benigno.
—Ustedes leen solo para entretenerse, nosotros
leíamos para aprender. Se lo explicaré. Primero, la ley de la unidad y lucha de
contrarios: Los zombis son seres dialécticos, vivos y muertos al mismo tiempo.
Además, son humanos, no hay zombis de animales, encerramos dentro el germen de
nuestro antagónico.
—¿De dónde salieron?
—¡Debió estudiar este libro!, ustedes solo leen
cosas vacías, literatura para analfabetos.
—Eso es contradictorio señor Benigno.
—Como este mundo hijo. A los zombis los creo el capitalismo,
segunda ley dialéctica: los cambios cuantitativos dan cambios cualitativos. La
gente en el capitalismo ha perdido su individualidad, su conciencia, su vida,
el zombi es eso justamente, tras un salto cualitativo. El individualismo vuelve
enemigos a los hombres, les roba el alma, el salto cualitativo del proletario
al zombi era inevitable, pues todos ya eran en parte zombis. La burguesía creó
humanos resignados, sin alma, esclavos, pero su creación se salió de control y
ahora la destruyó, ya no hay burguesía, se la comieron los zombis. Todo crea su
antagónico. El capitalismo creó a su verdugo también. Y ya no existe.
Deliraba,
pero debía haber algo de cierto en sus palabras pues él estaba a salvo y en un
refugio mientras el resto de Chiclayo moría a dentelladas.
—¿Cómo derrotarlos señor Benigno? ¿Cómo volver a
lo de antes?
—No se podrá. Tercer principio de la dialéctica:
negación de la negación, a algo lo derrota su contrario, y a este su propio
contrario, pero no se regresa al principio, los zombis son la antítesis de los
humanos y los acabarán, si algo los puede combatir será otra cosa, opuesta a
ellos, pero no hay retrocesos en la historia. Ellos han ganado, solo queda
soportarlos, debe venir una tercera cosa, pero no será ni humano ni zombi…
Me
consterné. Empezaba a creerle.
—Tenga fe, ningún cambio en la historia es
definitivo, la historia tiene una creatividad infinita. Mi biznieto, el rojo,
afrontará esa época. Yo saldré, ubicaré un bus que le lleve a su tierra y
volveré para embarcarle. Siempre tenga la puerta bien cerrada.
Se
fue, quedé helado, estaba loco pero su locura era consistente… Cogí el libro:
Tercera ley. La dialéctica no se mueve en círculo, asciende. En la fase
superior repetimos algunos rasgos de la fase inferior… pero no es un verdadero
regreso...
No
entendí mucho, pero algo capté, debía esperar, pero pensé en él. Esta noche
moriría o se convertiría en esas cosas, solo hoy yo podía salvarlo.
—No tuve el valor de tenerte… Para que me
pertenezcas debo dejar de ser yo, ahora se que encierro a mi otro en mí, —dije
en un susurro, hablándome ya desde fuera mío.
Así
que cuando el señor Benigno regresó no me encontró. La gente estaría encerrada
en el Coliseo, ahí debería llegar, yo estaba acostumbrado a los zombis, pero
esta ciudad no, las viviendas eran muy bajas, era inevitable pelear, nunca lo
había hecho, pero algo cambiaba cualitativamente en mí.
Eran
lentos, los derrotaría con su contrario, la velocidad. Corrí a toda prisa entre
ellos, anhelaban nuestros cerebros porque carecían de mente: entonces solo la
mente los vencería. Una mente llena no una vacía como la que siempre tuve.
Así
fui avanzando, un ruidoso helicóptero venía del coliseo cerrado disparándoles,
error, morían si les daban en la cabeza, la mayoría solo se desparramaba
creando una masa viva-muerta amorfa…
Llegue
a las galerías de ropa frente al coliseo. Las cuadras eran cercanas una a otra,
pero no tanto como para saltar, el cableado era seguro, pero yo estaba muy
gordo, pero el cuerpo no era la salida, ni músculos ni agilidad… Me volvía
otro, acaso encerraba mi opuesto y este me iba tomando… Un zombi es un ser
dialectico ¿cómo vencerlo? está muerto no lo puedes matar, está vivo puede
matarte. Un zombi es la negación de un humano, pero la negación de un zombi no
era lo humano, eran cuerpo sin alma yo sería un alma sin cuerpo…
Con
esa clarividencia ya estaba dentro del coliseo. No podré explicárselos, no en
términos humanos, que son términos no dialecticos.
Había
ya poca gente ahí, hallé a Vladimir el lustrabotas.
—¿Los demás?
—Los sacó el helicóptero, regresará una última
vez por nosotros.
—¿Has visto a…? —dije agarrándolo nervioso.
—Sí, acaba de irse, de salvarse en el
helicóptero.
—¿Sabe que volví?
—Sí.
—Gracias —le dije con ganas de
llorar.
El
helicóptero se fue con los últimos refugiados, la ciudad se quedó sin humanos y
llenándose de muertos vivos. Yo quede en el coliseo. No huiría.
Mañana te buscaría… Ahora volveré al refugio de
mi maestro.
***
Lo temía, había
olvidado cerrar una puerta al salir. Benigno yacía muerto, no quiso ser un
zombi y tuvo el valor de tomar la pastilla. Como lo lamenté, por primera vez
sentía compasión por alguien más que por mí y compresión, Benigno vio venir a
los zombis, pero no imagino que algo más podía nacer, cogí su libro.
Los
limeños habíamos perdido toda relación con el ser que éramos antes, morimos
socialmente, éramos objetos de otros, estábamos “alienados”, por eso no
podríamos derrotarlos, pero la humanidad también cambiaría, era inevitable. La
noche zombi devoraba el día humano, lo que seguía a la noche ya no era un
amanecer, sería otra cosa. Me impuse que esa cosa sería yo.
No
retornaría a Lima hasta encontrarle, y, de hecho, pronto tendría éxito, por
ahora saldría al campo, era lo más seguro, hundido en la noche enrumbé por un
camino agrario, entré a un maizal, comería choclos crudos, debía disciplinar mi
cuerpo, reducirlo al mínimo, solo sería mente. La Luna dibujaba siluetas
plateadas de fondo negro, abrí una mazorca y entonces paso por ahí, a través
del follaje, acariciándolo con su suave piel y haciendo un agradable ruido. El
zorrito otra vez.
Me
miró, yo estaba mirándolo cuando me miró. Se alejó de mí como si una
superstición le advirtiera del peligro de ser mirado por esa nueva forma de
vida que ahora era yo. Y regresó a la inmutable eternidad a la que pertenecía.
*P.D. Este cuento
apareció en el 2020 en el libro ZOMOS ZOMBIES. Cartografía de una infección a escala nacional, de la Editorial Altazor.


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